Durante mucho tiempo, el crédito al consumo fue un territorio casi exclusivamente explorado por la banca tradicional y unos pocos operadores especializados.
Hoy, sin embargo, financiar una compra, aplazar un pago o disponer de un importe de efectivo en cuenta (que en definitiva es un préstamo) es un servicio que ofrecen muchos otros operadores como plataformas digitales, fintech o comercios electrónicos. La comodidad de “pagar en tres plazos” o de financiar un móvil desde el propio carrito de compra se ha convertido en algo cotidiano. Y, como suele ocurrir, la regulación llega después: primero se innova, luego se ordena.
Europa tomó este guante en 2023 con la aprobación de la Directiva (UE) 2023/2225 (en adelante, la “Directiva”), una norma que actualiza por completo el marco del crédito al consumo e impone nuevas exigencias de transparencia, solvencia y supervisión. Pero su verdadero impacto se sentirá cuando los Estados miembros –entre ellos España– afronten el reto de su transposición. El plazo vence en noviembre de 2025, y su aplicación plena será obligatoria a partir de 2026. Alemania, entre otros países, ya han empezado a adaptar su legislación. España, por el momento, sigue pendiente.
La novedad no es tanto el control del crédito –que ya existía– como la ampliación del perímetro de supervisión. Hasta ese momento, el ejercicio normativo inspirado por la protección del usuario-consumidor se había centrado en el producto y pero no tanto en el prestador del servicio. La futura norma española, entre otros puntos, deberá definir un régimen de registro y autorización para quienes concedan o intermedien créditos al consumo, incluso fuera del ámbito bancario. Un cambio que podría replicar, con las lógicas adaptaciones, el modelo que desde 2019 se aplica al crédito inmobiliario.
Aquel precedente fue revelador. Con la Ley 5/2019, reguladora de los contratos de crédito inmobiliario, los prestamistas e intermediarios hipotecarios pasaron a necesitar inscripción y supervisión del Banco de España o de las comunidades autónomas competentes, además de cumplir requisitos de formación, transparencia y seguros de responsabilidad civil. Lo que en su momento muchos vieron como una carga administrativa se convirtió después en un sello de credibilidad: ser una entidad registrada pasó a significar solvencia, profesionalidad y cumplimiento.
La nueva Directiva busca ahora algo similar, pero en un mercado mucho más amplio.
El crédito al consumo, en el mundo digital de hoy, ya no se limita a préstamos personales o tarjetas de compra. Engloba una constelación de productos: financiación en punto de venta, plataformas de “buy now, pay later”, microcréditos, cuentas de crédito, e incluso ciertos modelos de pago recurrente. Operadores que hasta hoy han convivido con un marco ligero –y en muchos casos, sin supervisión efectiva– deberán empezar a revisar sus contratos, procedimientos internos y sistemas de análisis de solvencia. También la publicidad y la información precontractual se verán sometidas a estándares más estrictos, especialmente en la forma en que se presenta el coste real del crédito al cliente.
En paralelo, el anteproyecto español sobre administradores y compradores de créditos, actualmente en tramitación, ya apunta en esa dirección: supervisión del Banco de España, registros públicos, requisitos de honorabilidad y solvencia profesional, y controles sobre la gestión de créditos, incluso dudosos. Todo ello dentro de una lógica de convergencia regulatoria entre el crédito hipotecario, el crédito al consumo y las actividades de servicing.
No parece descabellado pensar que el modelo final incluirá una obligación general de registro para prestamistas y, probablemente, para intermediarios que actúen en nombre de varios financiadores.
Para las empresas del sector financiero y para las fintech, esto representa un cambio estructural. La formalización de un registro supondrá con exigencias de documentación, gobernanza y control interno. Pero también abre una oportunidad: anticiparse al marco que viene y prepararse con tiempo.
La experiencia demuestra que quienes se adaptan primero no solo evitan sanciones o contratiempos, sino que ganan posición en el mercado. En un contexto en el que el consumidor valora la transparencia tanto como la rapidez, poder ofrecer crédito “supervisado” será una ventaja competitiva.
La propia Directiva, al exigir información clara, test de solvencia responsable y derechos reforzados para el cliente, persigue restablecer la confianza en un mercado que creció más deprisa que sus propias reglas.
El debate no debe plantearse en términos de carga regulatoria, sino de madurez del sector. Del mismo modo que en su día la Ley de crédito inmobiliario profesionalizó el negocio hipotecario, esta transposición puede profesionalizar –y depurar– el crédito al consumo. Exigirá esfuerzo de adaptación, sí, pero también permitirá separar a los actores que operan con rigor de quienes basan su modelo en la inercia o la opacidad.
Se prevé que España llegará tarde al ejercicio de transposición. El próximo año será decisivo para definir cómo se aplicará este nuevo marco y quién deberá registrarse, cómo y bajo qué requisitos. Mientras tanto, los operadores más prudentes ya han empezado a revisar su documentación contractual, los procesos de evaluación de solvencia y las políticas de transparencia. No porque la norma esté en vigor aún, sino porque entienden que la confianza se construye antes de que sea obligatoria. En definitiva, el crédito al consumo entra en una nueva etapa: una en la que la rapidez seguirá siendo importante, pero la responsabilidad será ineludible. Y, como ya ocurrió con el crédito inmobiliario, el registro no será un trámite burocrático, sino una marca de fiabilidad.